El domingo pasado, fue la fiesta de cumpleaños número 4 de mi hijo. Pensé que había aprendido algo de los preparativos de las tres anteriores, pero no. Nuevamente corrí como una gallina sin cabeza las últimas dos horas antes de que empezara la celebración.
Tenía que recoger las cosas que me faltaban en dos tiendas diferentes y transitar en medio del tráfico de misa de Domingo. Yo vivo en Jacksonville, al norte de la Florida, y en ésta ciudad ¡hay una iglesia en cada esquina! Bueno tampoco, pero sí hay muchas. Aleluya.
Finalmente, llegué a mi casa con un montón de globos cubiertos por una bolsa gigante que parecía un colchón flotante, una torta de Transformers y cuatro bolsas de hielo y bebidas. Me apuré a poner los últimos toques a la decoración–la cual duré colgando y pegando toda la mañana–y arreglé las mesas, las sillas y la comida. Cuando acabé pude disfrutar un vaso de agua; lo único que había tomado en todo el día, en el silencio que viene antes de la tormenta.
Puntualmente empezaron a llegar los invitados y sus papás –menos los colombianos por supuesto!– y todos los niños salieron corriendo a montarse en el saltarín de la Liga de la Justicia el cual valió su peso en oro! Por primera vez pude atender a mis invitados sin sentir que estaba ignorando a mi hijo.
Lo único que escuchaba eran sus gritos de felicidad en medio de las carcajadas de cinco enanos que saltaban encima unos de otros como ropa en una secadora.
Ni si quiera la lluvia pudo aguarles la fiesta. Empezo a lloviznar durante los batatazos que los niños le pegaron a la piñata de Optimus Prime y luego los rayos y centellas se sumaron al coro del Happy Birthday. Cuando terminó de embutirse su pedazote de torta mi cumpleañero me preguntó con ojos de cordero degollado si podía abrir sus regalos y una lluvia diferente –papel de regalo y celofán– inundó el patio. El brillo en sus ojitos y la emoción de su sonrisa con cada juguete que destapaba anestesiaron mi dolor de espalda y de pies. No hay mejor medicina que hacer felices a las personas que amamos.
Al final de la tormenta todo voló. Los postres que hice la noche anterior poseída por el espíritu de alguna repostera desaparecieron al igual que la fruta, pretzels, papitas y palomitas de maiz. La torta… ahí si creo que exageré. My esposo me dijo: «¿Creías que iban a venir los Transformers de verdad y todo su combo o qué?» Lo que pasa es que hoy en día la mayoría de la personas viven pendientes del físico y de cuidar la dieta.
Yo por el contrario no me niego a un pedazo de torta por nada del mundo. Me quedaron dos cocas de plástico llenas de ponqué que acabarán en mi cadera. Pero que importa, para eso esta la lipoescultura o como la llama mi marido «el verdadero ejercicio Hecho en Colombia».
Al final de la fiesta me pude relajar. Bueno… si limpiar y recoger significa lo mismo. Pero antes de darle las buenas noches a mi bebé, reflexioné, y me dí cuenta de la valiosa lección que él mismo me enseñó:
Hacer feliz a un niño no es caro. Nosotros los papás somos los que le subimos el precio. Aún cuando mi hijo disfrutó el saltarín como marrano estrenando lazo, el momento en el que lo ví más feliz fue cuando jugó fútbol con sus compadres en el patio de la casa que era gratis. Hijuemadre, me hubiera ahorrado un platal! Sin embargo, las fiestas de cumpleaños también son para mí. Para calmar la necesidad de lucirme y controlar a la perfección todos los detalles.
No me importó casi perder el dedo gordo del pie cargando sola la mesa gigante de doblar –¿se acuerdan del blog de la semana pasada? Si señores, mi esposo sigue tullido– o si atropellé a una abuelita con el carrito de mercado en la fila para pagar primero. Todo mi esfuerzo le dejará claro a mi hijo que siempre podrá contar conmigo. Tal vez no soy el Transformer Optimus Prime pero si soy su Óptima Mamá.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora