Trasquilada

Rusty, mi perro gozque -mezcla de Shiba-Inu y Terrier- tiene pelo corto pero muy tupido por lo cual, tengo que afeitarlo todos los años por esta época cuando la temperatura empieza a subir. De lo contrario, mi pobre animalito viviría sudando igual que un esquimal en una plaza de mercado de tierra caliente al medio día. A pesar de sentir la frescura, Rusty siempre regresa a la casa con una actitud de rebeldía. El miércoles pasado entendí por qué.

Mi hijo tenía clase de taekwondo a las 4:15 p.m. en el Instituto de Titus y mi esposo nos acompañó, así que los dejé en la clase mientras yo me mandaba cortar el pelo en el salón que queda al lado del gimnasio. Great Clips es una franquicia de salas de belleza que hace honor al dicho colombiano ‘como peluquiando bobos’ pues los clientes entran y salen en minutos como si caminaran en una banda transportadora.

Hasta ese día no me habían dado motivos para desconfiar. Pero la pobre reputación del lugar se hizo evidente en los 15 minutos que duró el peor corte de mi vida. Cuando me senté frente al espejo mientras la muchacha me ponía la capa le dije: «Por favor, despúntame parejo atrás y córtame unas capas solamente alrededor de la cara para enmarcarla«.

Querido Lector, lo anterior, ¿les sonó español o chino? Aunque lo dije en inglés y con mi acento latino -que no es tan marcado así mi marido se burle y me diga que sueno como Sofía Vergara en Modern Family– creo que la estilista confundió «parejo» con «disparejo» y «capas» con «tapas». En conclusión, salí del salón con un corte de totuma en la parte de arriba y una cola de sicario paisa en la parte de atrás.

Como estaba de afán porque quería ver el progreso de mi hijo en su clase, no me fijé en el resultado final y me agarré una cola de caballo antes de salir. La mañana siguiente, mientras me secaba el pelo, me di cuenta del verdadero desastre. Decenas de pelitos frisados apuntaban al techo; parecía Albert Einstein después de una terapia de electrochoques. Para completar, tenía la celebración del Día de la Madre en el jardín de mi hijo al medio día, así que, aunque quería esconderme del mundo, tuve que ponerme la máscara de mamá feliz para mi hijo, sus compañeritos y la maestra.

Pasé la tarde buscando un salón de belleza profesional que pudiera remediar mi trasquilada, pero solamente encontré cita hasta el día siguiente. Mientras tanto, aprendí a hablar como La Vendedora de Rosas para sacarle jugo a mi nuevo peinado. A las 11 de la mañana estaba puntual en el Salón & Spa Indulge. Cuando me vio la estilista, Becky, me dijo: «Tranquila, esto no es nada. ¡He arreglado peores!«. No supe qué decirle. Me sudaban las manos cada vez que el filo de las tijeras cortaba mis mechitas. Pero aunque Becky no fue la reina de la prudencia, si fue la heroína que rescató mi imagen.

Antes de irme, le pedí su número celular y le advertí que la perseguiría hasta el fin del mundo. No estoy bromeando. Otro mal corte de pelo y seguro me convierto en la versión femenina de Rambo.

Luego de mi redención capilar volví a casa. Cuando entré, Rusty me miró fijamente por unos segundos y puedo jurar que me decía: «¡Ahora si sabes lo que yo siento cuando la vieja de Petco me afeita los pelos alrededor de mi culito!«. En ese instante comprendí mi lección de la semana.

Rusty es un perro increíblemente humano. Sus actitudes y reacciones me han hecho pensar él fue, en otra vida, un guía espiritual como Yoda de Star Wars pues es capaz de enseñarme lecciones en silencio. Su lealtad no tiene límites. Rusty siempre ha dormido debajo de la cuna o al lado de la puerta del cuarto de mi hijo, cuidándolo. Por todo lo anterior, le prometí que nunca más dejaría que la peluquera le afeite las partes nobles, porque nadie, absolutamente nadie, merece que le afeiten el culito.

Gracias por leer y compartir.

Xiomara Spadafora

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