El día después de mi cumpleaños, me levanté con un año más a cuestas. Todavía recuerdo lo lento que pasaban los años cuando era una adolescente. Ahora los años pasan a la velocidad de la luz y son imposibles de detener como un tren de carga. Sin embargo, esa mañana me miré al espejo mientras me ponía mi bikini nuevo y me dije: “No estoy nada mal; esto todavía se puede arreglar con lipo”.
Mientras me embadurnaba la cara de bloqueador solar y base de maquillaje –para que sepan es la mejor manera de prevenir daño solar—mi hijo alistaba sus juguetes de playa, mi hijastra bostezaba en el sofá, y mi marido se emperifollaba para ir a jugar golf con sus hermanos. Nuestras vacaciones habían comenzado oficialmente, y yo no hallaba la hora de estirarme en una silla de playa y absorber toda la vitamina D de los rayos solares.
Rodeados de arena blanca que se resbalaba por los dedos como azúcar, y un océano que nos revivió el sentido de la vista con la gama más hermosa de verdes y azules, toda la familia –menos los amantes del golf—nos sumergimos en el paraíso.
Los niños jugaron y se revolcaron en las olas, y las cuñadas chismoseamos sin tomar un respiro. Así fue el programa de actividades diario: playa, piscina, almuerzo, playa, piscina, cena, y lo mejor para el final, el tiempo familiar. Como buenos italianos que son, mi esposo y sus hermanos, compartieron anécdotas familiares interrumpiéndose unos a otros en medio de gritos y carcajadas. Recontaron historias de su infancia y de los seres queridos que ya no están, hasta que nos sacaron varias lágrimas. Esa semana también pudimos celebrar tres cumpleaños –mis 35, los 6 de un sobrinito, y los 60 de mi cuñado.
Así transcurrieron los días hasta que las típicas tormentas de verano acortaron el tiempo de diversión. Una de esas tardes de lluvia me senté en el balcón y vi algo que me llamó mucho la atención. Yo entiendo que mucha gente tiene que atravesar medio Estados Unidos para llegar a las playas de Destin –yo todavía tengo vivo el recuerdo de una “Gira por Colombia” que mi abuelita y yo padecimos en el Jeep Cafetero de uno de sus hermanos de Bogotá a Santa Marta en la década de los 80.
Lo que no entiendo es ¿cómo se pueden quedar acostados en la playa viendo que el cielo se vuelve de color morado negruzco, los vientos huracanados les levantan carpas, y los truenos totean como pólvora con rayos y centellas? ¡Y peor! ¡Cuando empieza a llover se meten al agua! ¿Qué les pasa? ¿Es que no tiene sentido de supervivencia?
Esa misma tarde salimos a comer más temprano y noté un comportamiento de “dejadez” de varios turistas. Entiendo que cuando se está de vacaciones, uno quiere descansar y relajarse –créanme esta semana no limpié compulsivamente como lo hago en mi casa— ¿pero será que bañarse, en la ducha y no en la piscina, es mucho pedir? ¿Qué tal un cambio de ropa o ponerse zapatos? Estos turistas gringos parecen los Picapiedra, caminando «pata al suelo» con las plantas de los pies negras de mugre, y lo peor de todo es que así entran a los restaurantes y a las heladerías.
A pesar de los turistas malolientes y de pies negros, nos queríamos quedar, pero llegó la hora de volver a casa. Pasamos la última noche en un parque de atracciones mecánicas para niños llamado The Track en el que los pequeñitos montaron en aviones, rueda volante, sube y baja, y karts, los cuales mi hijo convirtió en carros chocones y casi lo sacan de la pista. Nos despedimos con besos abrazos y le entregué a cada familia un portarretratos como souvenir, aunque el recuerdo de este viaje no necesita un marco para ser inolvidable. Especialmente para mi hijo, quien conoció a sus cinco primitos, los cuales eran solo caras en las tarjetas de Navidad.
Cuando llegamos al apartamento empezamos a empacar –lo que para mi esposo y mi hijastra significa embutir la ropa ensurullada en una maleta hasta que las costuras se revienten. Alrededor de la medianoche, mi hijo empezó a toser así que le hicimos dos terapias respiratorias confiando en que funcionarían. Sin embargo, la tos evolucionó hasta convertirse en el “ladrido de la foca” –comúnmente conocido en este país como Croup viral—combinado con la sibilancia del asma.
Llamé a la recepción y pregunté dónde quedaba la sala de emergencias más cercana. En menos de cinco minutos llegamos al hospital Sacred Heart y luego de una terapia, una inyección de esteroides, y tres horas de espera nos dieron de alta. Pasadas las diez de la mañana estábamos en camino a Tallahasse para recoger mi carro en la Jeep –el daño de mi carro fue el radiador– y entregamos el carro rentado sin contratiempos. Finalmente, llegamos a nuestra casa antes de las seis de la tarde.
Completamente exhausta, empecé a repasar los hechos y pensé en la Ley de Murphy otra vez. Yo sabía que mi hijo se iba a enfermar; no por pesimista sino por su historia de asma desde los 15 meses de edad. Además, cada vez que saltaba en las piscinas del hotel, las palabras de mi esposo me retumbaban en la cabeza: “Las piscinas públicas son unas Cajas de Petri”.
Y tenía toda la razón, pero ¿qué podía hacer? No podía privar a mi hijo del juego y de compartir con sus primitos por la sospecha del cultivo bacteriano en el agua. Esa es la lección de esta semana. Las cosas buenas en la vida –sentimentales o materiales– tienen un precio, llamémoslo mejor sacrificio. La pregunta es ¿estamos dispuestos a pagarlo? Yo por mi lado, con tal de ver a mi hijo sonreír y vivir momentos en familia, pago lo que sea.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora