Perrito Regañado

La semana pasada fue la más caliente de mi vida. No porque haya tenido una aventura con mi esposo en algún lugar exótico del mundo, sino porque en realidad fue la semana más caliente en los registros históricos de Jacksonville.

Llevo viviendo casi ocho años en esta ciudad y nunca antes había visto el marcador de la temperatura de mi carro alcanzar los 110 grados Fahrenheit (43.3 grados centígrados) Cómo sería el calor, que cuando me sumergí en la piscina de la comunidad, no sentí refresco sino ardor, pues el agua estaba tan caliente que parecía una sopa recién servida.

Debido a las altas temperaturas, el pasto del frente de la casa y el del patio de atrás se llenó de unos parches de color marrón-muerto, a pesar del nuevo sistema de irrigación –que instalamos hace un mes– y los cientos de dólares de agua «derramados» sobre este. Particularmente en la Florida, la grama es un aspecto muy importante en una propiedad de finca raíz –y el motivo preferido de las asociaciones de copropietarios para mandar avisos y llamados de atención. Debido a la importancia del daño del pasto, y porque mi tacañería sale a flote cada vez que veo el recibo del agua– le pedí a Dios una larga y fuerte tormenta.

De repente, mi oración fue escuchada, pero la anhelada lluvia se convirtió en la pesadilla de mis perros pues le tienen terror a las tormentas, especialmente Rusty. El domingo por la noche nos acostamos casi a la media noche después de ver nuestros programas favoritos de TV en el canal de cable Showtime. Llevé a los perritos a sus camas, cerré las persianas de la oficina donde ellos duermen, y les di las buenas noches.

Alrededor de las dos de la mañana nos despertaron los rayos y centellas que iluminaban nuestra habitación como efectos de película de terror. Al rato empezaron a sonar los truenos que hacían un ruido ensordecedor, como si el cielo se estuviera quebrando y los pedazos perforaban el techo de nuestra casa.

Mi esposo y yo nos sentamos en la cama a escuchar los gemidos que salían de la oficina. Como en muchas otras tormentas, encontramos a Rusty golpeando su jaula de plástico lo que parecía una chalupa sacudida por el Río Magdalena de lado a lado. Cualquiera pensaría que Sasha fuera la que estaría chillando del pánico, pero en realidad hasta ella miraba a Rusty como diciéndole «Deje de ser tan exagerado. Madure!«. No crean, ella también se asustó pero no tanto como Rusty. Cuando le abrimos la puerta de su jaulita salió corriendo como el Demonio de Tasmania haciendo círculos y con el rabo entre las piernas. Cuando se detuvo, su respiración y los latidos de su corazón eran tan rápidos y  pensamos que se iba a desmayar.

Tratamos de calmarlos dándoles una pastilla de Loratadina enrollada en un pedazo de pan, y luego los metimos en la lavandería, la cual es uno de los pocos lugares en la casa que no tiene ventanas para que no vieran los relámpagos. Infortunadamente, cuando Rusty entra en ataque de pánico, ya no hay nada que hacer. Empezó a aruñar la puerta y a gemir con más angustia.

Ante esto, lo único que pudimos hacer fue llevarlos a nuestra habitación y tenderles sus camitas en el piso. A pesar de nuestros esfuerzos, la tormenta no dio tregua. Los rayos y truenos arrecieron por una hora más, y los destellos de luz que entraban por las ventanas parecían las lámparas de un helicóptero del FBI en búsqueda de un fugitivo peligroso. Dos horas después, Rusty seguía caminando por toda la casa como un alma en pena, pues escuchábamos sus uñitas en el piso de madera. Finalmente, se acurrucó en su camita y se durmió al lado de Sasha.

La experiencia terrorífica de Rusty me llevó a entender la siguiente lección. Muchas personas tenemos miedos y fobias en la vida. No importa qué tan fuertes parezcamos hacia afuera, todos llevamos un niño asustado por dentro. Aunque Rusty camina sacando el pecho como un Pastor Alemán en lugar de un gozque, cuando la tormenta avisa, antes de estallar el primer trueno, empieza a temblar como un cachorrito sin su mamá.

Sin embargo, los perros están mejor equipados que los humanos, pues yo desearía tener el olfato canino para «olérmela» cuando la dificultad se asoma en mi vida y estoy distraída. El único problema es que me ganaría el apodo de «La bigotona».

Rusty no se quiso esconder en la lavandería, sino que quiso enfrentar su fobia porque sabía que las personas que lo amamos estaríamos a su alrededor dándole la seguridad que necesitaba. Creo que esa es la clave de sobrepasar con éxito algunos de los obstáculos en la vida; apoyándonos en nuestros seres más queridos y abriéndoles nuestro corazón, encontramos la manera de combatir nuestros miedos. La debilidad puede ser un arma muy poderosa en momentos de desesperación.

Cuando reconocemos nuestras limitaciones y aceptamos que no siempre podemos hacer las cosas solos, el camino se despeja y encontramos nuestro destino. Pero cuando nos creemos invencibles y por encima de todo y de todos, la coraza del orgullo nos asfixia al final. No hay por qué avergonzarse del niño que llevamos por dentro; pues vean a Rusty, con la cara de perrito regañado, logró que lo dejáramos dormir en nuestro cuarto.

Gracias por leer y compartir.

Xiomara Spadafora

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