Una semana ha pasado desde que mi hijo y yo aterrizamos en Bogotá. Además del ajuste normal al clima frío y a la altitud –mi ciudad natal está a 2,600 metros sobre el nivel del mar—hemos disfrutado de la compañía de mi mamá, mi abuelita, tíos, tías, primos y sus perritos, y de mi mejor amiga del colegio y sus hijitos. Están leyendo bien; en solo una semana ya he visto a todas estas personas.
Los colombianos somos famosos en el mundo por nuestra calidez y familiaridad. No hay necesidad de una fecha o razón especial para visitarse; cualquier día se puede convertir en una reunión familiar en cuestión de horas. Sin importar si viven cerca o al otro lado de la ciudad, nunca es tarde para tomarse un cafecito y echar chisme.
Además, siempre hay que hacer lo posible por estar presente en las reuniones familiares, o de lo contrario uno se convierte en el “espécimen de laboratorio” al que rajarán por turnos.
A mi hijo de cuatro años “la sangre le llama” y siempre está listo para salir de visita, y cuando llega, le da besos, abrazos y le mama gallo a todo el que conoce. Esta cercanía es lo que más extraño cuando estoy lejos. No me malinterpreten, amo y respeto a los Estados Unidos y me siento orgullosa de mi país adoptivo, pero mi corazón siempre será colombiano al igual que mi acento.
Porque jamás llegaremos a ninguna parte si olvidamos de dónde venimos, quiero que mi hijo ame su familia y se sumerja en nuestro folclor, de esta manera no se asustará cuando sea adulto y empiece a actuar fuera del molde gringo.
Por ejemplo, él necesita entender que la pasión que sentirá cuando vea un partido de fútbol no es una condición crónica de delirio que requiere terapia psiquiátrica sino simplemente la histeria del momento. También debe aprender a decir la cadena de madrazos y alaridos que se gritan durante 90 minutos, dirigidos al equipo contrario, a las faltas, a los goles perdidos, y a las mamás de los árbitros. Como en muchos países de Sur América, el fútbol es nuestra religión y el factor de unión de compatriotas sin importar las diferencias de raza, afiliación política o clase social.
Una vez él absorba el amor por el fútbol, quiero que mi hijo vea el verbo “comer” con nuevos ojos. Una sola comida en Colombia –sin importar en qué región se encuentre o a qué hora—incluye los carbohidratos, proteínas y vegetales en cantidades que personas alrededor del mundo comen en un día o en una semana. También debe aprender que no importa cuánto “trague” jamás será suficiente a los ojos de las mamás y las abuelas.
Así lama el plato, frases como “Yo no entiendo cómo crece este muchacho”, “¡Pero no comió nada!” y “¿No te gustó cierto?” serán comunes entre las mamás si el “chinito” no repite. Comer para los colombianos no es alimentar la necesidad fisiológica del cuerpo, sino saciar la esencia de nuestras almas.
Mi esposo dice que cuando visitó mi país por primera vez entendió por qué la comida era como un beso francés para mí; pues mis ojos brillaban con deseo cada vez que veía una arepita o un chicharrón.
Colombia es un país en desarrollo y el camino para brindar mejor calidad de vida a sus habitantes es muy empinado. Esta fue la razón de mi auto-exilio. Sin embargo, este es un país que marca a su gente como ganado con una fina estampa, un don especial al momento de nacer. Además del amor por la familia, el fútbol y la buena comida, los colombianos sabemos convertir las desventajas en oportunidades y la discriminación en amistad. Sin importar dónde aterrizamos vemos a la gente sin etiquetas de ningún tipo. Le aseguro, si usted deja entrar a un colombiano a su corazón, nunca volverá a ser el mismo.
Esta es la lección que mi hijo me enseñó –o mejor, me recordó—el domingo pasado mientras jugaba en un centro comercial. Se metió en un círculo y jugó Lego con niños y niñas mayores y menores que él, a los que jamás había conocido y quienes no podían entenderlo. No se le cruzó por la mente que él estaba hablando inglés –entiende todo en español pero no quiere soltar una palabra– y simplemente hizo lo que los otros estaban haciendo. Así hice yo cuando me mudé a los Estados Unidos; salté con los dos pies y caí parada. Esa es la fina estampa colombiana. Ahora la tarea es que mi hijo empiece a hablar español, pero con su acento gringo.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora