Solo dos semanas han pasado de las vacaciones más largas que he tomado desde que me casé, y ya puedo escuchar la ansiedad en la voz de mi esposo cuando hablamos por teléfono. Además del acostumbrado “Te amo y te extraño” al final de nuestras conversaciones, mi esposo me dijo anoche: “Mi amor… estoy tan aburrido”.
A pesar de que nuestros días sean ocupados, maridos y mujeres comparten un espacio especial en el tiempo, que sin importar su duración, construye los lazos del matrimonio. Cuando uno está soltero es difícil imaginar pensar en otro. Nunca hay tiempo para pensar en las necesidades de alguien más cuando nuestros objetivos personales son la meta para alcanzar.
Sin embargo, nuestra independencia tiene los días contados desde el momento en que decimos libremente y con gusto –por lo menos en mi caso—“Sí, acepto”.
Cuando pienso en matrimonio he visto varios tipos en mi vida. Para empezar, soy hija de uno fallido; mi padre abandonó a mi mamá al poco tiempo que ella quedó embarazada. Cinco años más tarde mi mamá me enseñó el significado de la palabra dignidad al responder la única llamada telefónica de ese hombre con los papeles del divorcio dentro de un sobre. Pero fue a través de la historia de amor de mis abuelos que pude aprender lo que significa un matrimonio basado en el amor y en el respeto; tanto en la vida como en la muerte, ya que mi abuelita nunca se casó de nuevo a pesar de haber quedado viuda a los 42 años.
Los años pasaron y puede decirse que en mi temprana juventud me convertí en una liberal feminista que veía el matrimonio como una institución vanidosa solo para mujeres que querían llevar el apellido de alguien más –ya fuera por conveniencia o por pereza pues no querían trabajar. Por esta razón quedaba perpleja cada vez que me enteraba del compromiso de alguna compañera de la universidad sin entender por qué se casaba tan joven.
Desde mi punto de vista, muchas de esas mujeres se casaban con “burros cargados de plata” –como dice mi abuelita—sin ningún otro atributo físico o intelectual que las fortunas de sus familias.
Solía pensar que esos pobres diablos eran las víctimas de la frivolidad femenina, pero al final, sus esposas eran las perdedoras. Ellas terminaban pagando el precio de tener choferes y sirvientas, con las noches en vela luego de descubrir a sus maridos infieles en cama de sus mejores amigas.
Sin embargo, pocos años después, mis argumentos en contra del matrimonio se desplomaron como un castillo de naipes en frente de mis ojos cuando conocí a mi Príncipe Azul. El problema es que éste no era un caballero en brillante armadura montado en un caballo blanco, sino un hombre divorciado con dos hijos.
A pesar de ir contra de la corriente, mi esposo y yo todavía somos esos soñadores que arriesgaron darle una segunda oportunidad a la ilusión del amor. Hemos construido una familia sobre la sombra de un divorcio, sobrevivimos un infarto masivo, un embarazo complicado, y continuamos criando a nuestro hermoso hijo. Pero no todo es idilio; nos queremos matar una o dos veces por día pero el amor y el respeto siempre ganan.
Si hay algo que las personas a mi alrededor me han enseñado es que el matrimonio perfecto no existe; ¡creer en ello sería como creer en los unicornios!
En mi humilde opinión, esta es probablemente la causa principal de tantos matrimonios y relaciones fracasadas. Hombres y mujeres olvidamos con frecuencia que nadie es perfecto. Cuando las personas dicen que quieren casarse con la pareja “ideal” están diciendo que quieren casarse con la “idea de sí mismas” reflejada en otro. Y yo me pregunto, ¿quién quiere casarse con alguien igual a uno? ¡Yo ya habría envenenado a mi versión masculina en el desayuno! La razón por la cual mi esposo tolera mi locura y terquedad –y viceversa—, es porque somos seres humanos imperfectos consientes de nuestras falencias pero con deseos de crecer y aprender juntos cada día.
Al escribir estas palabras no puedo evitar pensar en mi esposo. Ayer me mandó una foto de nuestra habitación y unas cuantas lecciones me llegaron a la mente. Primero, me sorprendió que tendiera la cama. Segundo, antes que me confesara, supe que a pesar que estaba fuera del encuadre de la foto había ropa tirada por todo el piso. Y tercero, me di cuenta del vacío que él estaba sintiendo. No importa cuántas rondas de golf juegue, o cuánto disfrute su emancipación de mi régimen de limpieza, ambos somos los “juguetes” del otro para disipar el aburrimiento que trae la vida cotidiana. El truco está en aprender a mantener las pilas bien cargadas.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora