El viernes pasado mi esposo aterrizó en Bogotá, y con su llegada empezó la última semana de nuestras vacaciones en Colombia. Cuando lo recogí le pregunté cómo le había ido en la escala en Ciudad de Panamá. “Espectacular. No tuve un solo problema”, me contestó feliz pues su vuelo llegó 30 minutos antes de lo esperado.
¿Quieren saber cuál fue mi experiencia? Un calor infernal en el aeropuerto Tocumen, que al parecer no pagó el recibo de la energía pues el aire acondicionado estaba dañado. Una hora de retraso en nuestro vuelo de conexión, y para rematar, tuvimos que esperar media hora dentro del avión para despegar—todo esto amenizado con el berrinche de mi niño de cuatro años que estaba con hambre y con sueño. ¡Como siempre a mí me fue como los perros en misa y a él como el Rey de España! Pero bueno, lo importante es que llegó sano y salvo.
Pensando en retrospectiva, las pasadas tres semanas fueron más que un descanso de mi vida en los Estados Unidos. Fueron la oportunidad para disfrutar la nostalgia del pasado y revivir los años de mi temprana juventud. Mientras hacía eso, pude identificar comportamientos involuntarios que salieron a flote cuando las situaciones se presentaron. Por ejemplo, el día siguiente a mi llegada a Bogotá tomé prestado el carro de mi abuelita y me fui a hacer unas compras.
Tan pronto como metí la llave en el encendido no pude evitar transformarme en un chofer de taxi, lista para levantar al que se me atravesara con una cruceta. Probablemente no lo saben, pero Bogotá tiene casi ocho millones de habitantes. Por esta razón, el tráfico es uno de los peores del mundo compitiendo con ciudades como Los Angeles, Sao Paulo y Ciudad de México.
Otro comportamiento natural que reconocí, fue la necesidad fisiológica de bailar. Mejor dicho, si tenía buen ritmo me bailé hasta una cuña de radio. Desde que tenía cuatro años, mis tíos y mis tías me enseñaron a bailar salsa, merengue, vallenato, porro, cumbia y hasta lambada. Como crecí en una casa de bailarines, a los 15 años me escogieron como capitana de porras de mi colegio.
Vale aclarar que en Colombia las porras no incluyen tanta gimnasia, de lo contrario me habría visto como una jirafa tratando de pararse de manos.
Luego de recordar las pachangas de mi infancia, mi mamá y yo decidimos organizar una fiesta para darle la bienvenida a Jeff –esa fue la excusa perfecta—y contratamos un conjunto vallenato y bailamos por cinco horas seguidas. Los shots de tequila fueron rey de la noche y hasta los que se negaron al principio de la fiesta, terminaron llamando a los conductores o “ángeles” de sus seguros de automóvil. Para que no digan que los borrachitos de mi familia son irresponsables.
El domingo por la mañana, mi esposo no podía recordar cuántos tragos se había tomado. De milagro, yo no me desperté enguayabada, pero sí tuve que cojear de la cama al baño cuando me levanté. Bailé tanto, que el dolor en la cadera y las rodillas me recordó todo el día lo bueno que la pasé la noche anterior.
Que ironía, cuando estaba en la universidad salía desde el jueves hasta el sábado –e incluso el domingo si el lunes era puente— y mis articulaciones jamás me dolían. Definitivamente, ¡cómo duelen los años!
Luego, almorzamos en la casa de mi abuelita y pasamos juntos el resto de la tarde. En ese momento me puse a pensar cuánto va a extrañar mi hijo el tener tanta gente alrededor besándolo y abrazándolo con tanto cariño. Ni modo; se tendrá que conformar con los saltos y los lengüetazos de Sasha y Rusty cuando volvamos a casa.
Este fin de semana yo misma me enseñé una lección. Me di cuenta de que aunque cada día trate de cambiar para ser una mejor persona, hay rasgos de mi personalidad que me hacen quien soy. Durante la fiesta vi a mis familiares mirándome y creo que estaban diciendo “¡Definitivamente no ha cambiado!”
Mi extroversión –que seguramente enerva a algunas personas—son las marcas registradas de mi personalidad; son como las manchas de las jirafas. A medida que pasan los años, siento que debo comportarme de cierta manera para encajar en el molde de la feminidad, maternidad o el matrimonio. ¡Al diablo con eso! Las cualidades, y también los defectos que dan forma a nuestra manera de ser, hay que celebrarlos y valorarlos. Por esta razón prometo no cambiar o de lo contrario, corro el peligro de perderme en el intento.
Nota: Quiero disculparme por publicar la columna de esta semana tan tarde. Por cosas del destino, los taxistas de Colombia escogieron el día de hoy para protestar en contra de Uber colapsando el tráfico a nivel nacional. Luego de una odisea, finalmente mi esposo, nuestro hijo y yo llegamos hace pocas horas al Royal Decameon de Barú en Cartagena de Indias. Luego de esperar por nuestra habitación y antes de que terminara matando a varios huéspedes imprudentes de este resort, logré la contraseña para el Wi-Fi. Estaremos en Cartagena cuatro días, regresaremos a Bogotá el sábado y el próximo lunes tomaremos el vuelo de vuelta a los Estados Unidos. Cuando llegue, les contaré cómo encontré a mis perritos y mi casa.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora