Primer Día de Colegio

El pasado lunes fue el primer día de Pre-kinder de mi hijo. A pesar de haber preparado con una semana de anticipación todas las cosas que debía tener listas esa mañana–para hacer todo con calma, una vez más corrí como alma que lleva el diablo y embutí a mi hijo en el carro con todo y hasta el morral puesto.

Durante el trayecto de nuestra casa al colegio, mi hijo me vió conduciendo con una sola mano sobre el volante. De pronto, me pegó el grito y me dijo: «¡Mami, pon ambas manos en el volante o nos vamos a estrellar!» Me quede mirándolo en el espejo retrovisor y me pregunté: «¿Cuándo se creció el enano que ya hasta me da consejos sin que yo se los pida?«. Lo tranquilicé y le dije que no nos íbamos a estrellar y puse la otra mano en el volante. ¡Qué bonito, en lugar de uno tengo dos maridos!

Veinte minutos más tarde, llegamos al colegio. A pesar de que la rectora nos recomendó a todos los papás, el día de la orientación, que las profesoras podían bajar a los niños de los carros para evitar ataques de llanto y drama en el momento de la despedida, me rebelé cual estudiante de la Universidad Nacional, y lo llevé caminando hasta la entrada del edificio. Lo abracé, le dí un beso y la bendición y, luego caminé rápido hacia mi carro esperando por su llanto. Pero cuando volteé a mirarlo, estaba sentadito al lado de sus compañeros, tranquilo y feliz. ¡Misión cumplida!

La que se sentó a llorar como una Magdalena fui yo; no solo por dejar a mi bebé, sino porque otra vez, por culpa del afán, se me olvidó tomarle la foto del primer día de colegio.

Ya veremos si durante los próximos 12 años de estudio me acuerdo; el problema es que después ya le va a dar «oso». Antes de salir del parqueadero del colegio, pasé por el frente del edificio de los niños de dos y tres años. Al ver las caras de angustia y ansiedad de los papás, recordé mi propio tormento.

Se acercaba el final de julio 2013 y matriculé a mi hijo en las últimas vacaciones recreativas del jardín, para que se fuera acostumbrando al lugar antes de que empezara el año escolar. La primera mañana, los dos caminamos tranquilos hasta la entrada, pues yo estaba segura de que mi hijo estaría feliz de estar con amiguitos gracias a su personalidad extrovertida. No pude estar más equivocada.

Mi pequeño se atacó a llorar y se aferró a mi como si fuera su tabla de salvación en un naufragio. Literalmente, las profesoras tuvieron que arrancármelo del alma y yo salí corriendo, llorando un río.

Al cabo de una hora, la asistente de rectoría me llamó y me dijo: «Tu chiquitín no la está pasando muy bien. Creo que mejor vienes por él«. Cuando llegué, lo ví caminando el círculos como un preso y sollozando con su termito del agua en la mano, mientras el resto del grupo gritaba en el parque. Lo consolé mientras hablaba con la maestra encargada y, de un momento a otro salió corriendo y se unió a su grupo. Al ver ésto, acordamos con la maestra intertarlo de nuevo y me fuí a casa.

Cuando llegué a recogerlo a la una de la tarde, me enloquecí buscando su cara en el grupo de enanos que estaban en la capilla, hasta que la profesora me hizo señas de que la siguiera adentro de edificio. Cuando entré a uno de los salones, mi corazón dejó de latir por un instante.

Mi bebé de dos años y medio estaba dormidito sobre una alfombra de arco iris en el piso, todavía sollozando y afferrado a su termo del agua.Aparentemente, se quedó dormido luego de que se negara a participar en las demás actividades y el almuerzo. Lo desperté con besos y sus ojitos brillaron. «Mami esta aquí. Todo va estar bien«, le susurré al oído y lo llevé a casa.

Mi hijo tiene solo cuatro años, y se que cada año escolar trae sus retos. Pero cuando lo veo corriendo como un loco, con el morral a cuestas que lo hace ver como una tortuga Galápagos, lo único que veo es su deseo de aprender. Mi hijo me enseña, con su actitud de mente abierta, que no debo por qué preocuparme ni por el bullying, el rechazo o las ganas de encajar, tan temidas en la niñez y la adolescencia. Para él, su único objetivo es divertirse y aprender–ojalá más cosas buenas que malas mañas.

Deseo que mi hijo sea feliz y que encuentre la pasión que guiará su vida para alcanzar sus sueños. Espero que nunca deje de correr tras sus metas, así el morral se ponga más pesado con el paso de los años y yo ya no pueda ayudarle a cargarlo. Mientras tanto, cada año, seguiré intentando tomarle una foto el primer día de colegio.

Gracias por leer y compartir.

Xiomara Spadafora

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