La semana pasada fue muy importante por dos razones: mi hijo entró a Pre-Kinder y este pechito volvió a trabajar fuera de la casa. Desde el momento en que mi hijo llegó al mundo, lo único que quería hacer era estar con él y hacer todo por él. Mi esposo y yo decidimos cuando nos casamos que tendríamos solo un hijo, así que con mayor razón no me quería perder nada; ni una sonrisa, un llanto, ¡ni un hipo!
Para poder hacerlo, me dí un ascenso laboral y pasé de cargo medio a gerente al aceptar el trabajo más difícil que he tenido en mi vida: ama de casa. No tenía jefe ni compañeros de oficina; ni siquiera una descripción de mis obligaciones. Estaba al mando de todas las tareas del hogar y mi desempeño era evaluado por el más duro de los directivos: yo misma.
La parte más dura de estar en casa–si usted lo ha vivido tal vez se identifique conmigo–era escuchar esa voz en mi cabeza diciéndome todo el tiempo: «Hasta que no quede todo perfecto no hay descanso«.
Por ésto, mi obsesión compulsiva por el orden me llegó a desarrollar visión biónica con rayos X que me permitía ver moronas en el piso a metros de distancia o saber si había desorden en los cuartos a través de las paredes.
Sin embargo, mis años de «siamesa» con mi bebé, fueron la mejor parte de mi vida y me enseñaron a desarrollar una habilidad que casi nunca es listada en las hojas de vida: paciencia.
Una frase célebre del prodigioso artista del Renacimiento, Miguel Angel, traduce «La genialidad es la paciencia eterna«. Cuando la leí, me puse a pensar en la simplicidad de éste enunciado y en la dificultad que representa, por lo menos para mí. Siempre he pensado que para alcanzar la genialidad en lo que sea, se debe hacer y practicar sin descanso.
Sin embargo, la grandeza de la paciencia yace en no hacer nada, más que esperar el momento para hacerlo todo. En este sentido, pienso que la paciencia tiene sus raíces en el verbo «esperar» y, las mujeres, ¡sí que sabemos de eso!
Cuando quedé embarazada, este verbo adquirió un significado muy positivo. Esperé 39 largas semanas para conocer el otro amor de mi vida; esperé 14 meses para ver a mi bebé caminar por primera vez; y esperé cuatro años y cinco meses para ver a mi pequeño hombre patear un gol en su primera práctica de fútbol el lunes pasado.
Estoy segura que la paciencia que he aprendido en estos años de estar en casa, me ayudará ahora que regresé a la industria de los seguros. Aunque no voy a escribir por gusto, todo es parte del proceso de aprender a ser paciente. Así me aburra como un mico recién cogido, me casé con un adicto a los negocios y soy dueña del «chuzo», así que tengo que trabajar duro por el futuro de nuestra familia. Lo que me desespera, es que tengo que aplicar procedimientos administrativos y seguir instrucciones de otros, y lo peor, callada para poder aprender.
Si habláramos de un partido de la Selección Colombia, es como si mi marido fuera James, los empleados el resto de la titular, y yo la encargada de las canasticas del Gatorade. Aunque mi labor de mantener hidratados a los jugadores es de vital importancia, ¡es enervante para un novato que se muere por dar pata!
Poco a poco, estoy aprendiendo a ver a nuestra empresa como a un bebé que necesita crecer saludable y fuerte. Con paciencia me aseguraré de que camine bien antes de correr, y me mantendré despierta aunque las cotizaciones y la letra menuda de los formularios me arrullen. Me multiplicaré para seguir haciendo las campañas de mercadeo y relaciones públicas–mi cargo original–y estaré vigilante para identificar los virus que amenacen la salud de nuestra organización.
Ahora, el verdadero reto es trabajar con mi esposo quien tiene la paciencia de un niño de tres años cuando quiere algo. Si se atreve a pedirle que tenga paciencia, seguramente le contestará: «Paciencia? Quién tiene tiempo para eso?
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora