El domingo pasado al terminar de almorzar, me quedé practicando la letra G con mi hijo en el comedor de la cocina. De repente mi esposo, quien estaba sentado en el sofá de la sala de televisión, me llamó. Cuando me volteé a mirarlo, me susurró con los ojos encharcados “Es el mismo dolor, creo que tenemos que ir al hospital”. El reloj se detuvo y el recuerdo de su infarto masivo el 7 de diciembre de 2010, empezó a pasar al frente de mis ojos como si estuviera en el cine.
Llegamos a la Sala de Emergencia, le tomaron un electrocardiograma y nos hicieron pasar a una sala de observación, acompañados por un equipo médico que no paraba de hacer preguntas. El enfermero le canalizó la vena en minutos y tomó una muestra de sangre. Tomados de la mano, los dos respirábamos como peces fuera del agua, en silencio. Cuando llegó la técnica de Rayos-X, me pidió que le quitara la cadena y el Cristo de oro del cuello y que esperara afuera. Le di un beso y me salí a llorar.
Hace casi cinco años, con el mismo Cristo en la mano y mi bebé en mi vientre, vi al equipo aéreo de emergencia—vestidos con overoles azul rey y cascos blancos—correr por la plataforma con mi esposo en una camilla hacia el helicóptero que lo llevó al Heart Baptist Hospital en el centro de Jacksonville.
Cuarenta y cinco minutos después, el cardiólogo que le salvó la vida, me explicó que le había hecho una Angioplastia Cardiaca y puesto un stent en la Arteria Coronaria Derecha—la cual estaba bloqueada 100 por ciento—y que debía ponerle otro en tres días en la Arteria Descendente Anterior Izquierda—la cual estaba bloqueada 75 por ciento.
Gracias a Dios, esta vez la historia se escribió diferente. El médico de turno entró con los resultados de los exámenes y nos dijo que no había señales de infarto. Sin embargo, debido al precedente de infarto, mi esposo se tuvo que quedar toda la noche para monitorearlo.
El lunes por la mañana, luego de dejar a mi hijo en el jardín, mi esposo me llamó y pensé que ya estaba listo para recogerlo. Pero la historia dio un giro inesperado. El cardiólogo le dijo que prefería hacerle un cateterismo para despejar las dudas del dolor del pecho antes de darle de alta. El procedimiento fue agendado para las dos de la tarde.
Sentada en la sala de espera de la unidad cardiaca del hospital, escribí mi columna de la semana pasada, Monstruos de Verdad. Escribir es mi terapia cuando siento que voy a perder la razón. Media hora después, una enfermera salió a buscarme.
Cuando llegué a la sala de recuperación, mi esposo ya estaba totalmente despierto y mamándole gallo a las enfermeras; parece ser que la anestesia multiplica su sentido del humor. Infortunadamente, los resultados del cateterismo no fueron un chiste. El médico encontró la razón del dolor de pecho: una sub-arteria estaba bloqueada casi 80 por ciento y tuvo que poner un nuevo stent para abrirla. Si ésto no es un milagro, yo no sé qué es.
Soy una persona de fe al igual que mi esposo. Aunque tuve que pasar estos episodios de mi vida sola, siempre estuve en la mejor compañía. Créanme o no, la presencia de Jesús estuvo a mi lado en la ambulancia hace cinco años, de la misma manera que estuvo la semana pasada mientras escribía en la sala de espera. Dios nos pone pruebas difíciles en la vida pero nunca más de lo que podemos aguantar.
Una semana después de lo ocurrido, mi marido ya está “de pelea”. Su apariencia y estado físico va en contravía del estereotipo de enfermo de corazón que desconcierta a los médicos. Pero a pesar de su disciplina y vida sana, sus arterias tienen la predisposición de producir placa, la cual causa la enfermedad coronaria.
Entonces, ¿qué puede hacer? Lo mismo que ha hecho durante los últimos cinco años: tomarse la medicina, cuidar la dieta y hacer ejercicio. Ahora, yo tengo una cura y aunque suene ingenua, no hay nada como el amor y la risa para sanar un corazón roto.
Por ejemplo, el miércoles pasado–al día siguiente de salir del hospital–mi marido empezó a burlarse de mi falta de orientación mientras manejaba y me dijo: “En unos años probablemente tendré 35 stents, pero a ti te voy a tener que internar en un ancianato si te sigues perdiendo en las calles de siempre”.
Mi esposo aprendió una lección muy valiosa luego de su infarto en 2010: escuchar a su corazón. La enfermedad coronaria tiene muchos factores de riesgo, tales como una dieta desbalanceada y vida sedentaria. Sin embargo, hay un factor muy relevante que es pocas veces mencionado: la historia familiar. Mi suegro sufrió exactamente el mismo infarto, a la misma edad que su hijo. ¿Coincidencia? No lo creo.
Nuestros corazones marcan el ritmo de nuestras vidas con cada palpitación. Tratemos de bailar la misma canción y evitemos el chicharrón.
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora