Cruzada de Género

La libertad de expresión es algo que valoro muchísimo. Probablemente esta es la razón por la cual empecé a escribir cuentos a los seis años y estudié periodismo en la universidad. Soy una persona que necesita decir lo que piensa y siente. De lo contrario, me salen letreros de la espalda como si fuera el Coyote en la caricatura del Correcaminos.

Nací y crecí en un país demoratico. Cuando era niña pude ir al colegio y aprender a leer y a escribir. En mis años de adolescente, pude aprender a manejar, ir a bailes y hacerme peinados chistosos como el copete Alf. En mi vida adulta, pude mantenerme sola y tomar todas las decisiones de mi vida basadas en mis expectativas y no las de alguien más.

El día que conocí a mi esposo fue practicamente amor a primera vista,  y aunque me rendí y acepté la «cochera de marranos» que era su casa, lo hice sabiendo que era el precio que tenía que pagar por mi felicidad. Pero, no escogí una vida de silencio. Por el contrario. Escogí una vida marital de cantaleta diaria–así mi marido no recoja el desorden–simplemente para que él me escuche y sepa lo que pienso.

Entonces, me pongo a pensar… ¿Qué sería de mi vida si hubiera nacido en un país bajo la Ley Sharia? De una cosa estoy segura, mi vida valdría menos que la vida de una cabra si me atreviera a reclamarle algo a mi esposo.

La desigualdad de género en Estados Unidos es una batalla de muchas mujeres, menos la mía. La vanidad de los argumentos y la falta de perspectiva son abrumadores y vergonzosos, especialmente después de leer la historia de Malala Yousafzai, una de las verdaderas víctimas de  la discriminación sexual.

En octubre de 2012, cuando tenía 15 años, Malala recibió un disparo en la cabeza de parte de un militante Talibán, durante su recorrido a la escuela, en el nor-occidente de Pakistán. ¿Su crímen? Haber nacido mujer y querer estudiar. Desde ese día empezó la batalla, no solo por salvar su vida, sino por lograr el derecho a la educación de los niños–sin importar su género–en países bajo el yugo del radicalismo Islámico.

Ahora, comparemos su historia con un ejemplo reciente de desigualdad en contra de las mujeres en los EEUU. El pasado 6 de noviembre Sharon Stone se «regó» en contra de los ejecutivos de Hollywood argumentando que durante toda su carrera le han pagado millones menos que a los actores de sus películas. ¿El daño? Probablemente no pudo comprar el jet privado color rosa que le gustaba y se tuvo que conformar con uno blanco.

El mundo cambió para siempre después del ataque terrorista al World Trade Center de Nueva York. Ese día aprendimos que el radicalismo Islámico existe y que la libertad de la democracia es un insecto que quieren aplastar. Lo irónico de este evento, es que el mundo ya se había olvidado de las 3,000 personas que murieron hace 14 años y solo las recordaron cuando 129 más fueron masacradas el viernes pasado en París.

Una vez más, el deseo de venganza y retaliación es el núcleo de los discursos políticos–tanto de funcionarios elegidos como de los aspirantes. La unidad del mundo en contra de la tiranía es un tema popular que permea las naciones y trasciende fronteras, y las promesas de hacer justicia son hechas en todos los idiomas. Pero, ¿serán de verdad?

Quisiera creerlas porque no puedo imaginar el mundo que mi hijo de cuatro años tendrá que enfrentar en un futuro cercano. Sin embargo, como mujer no puedo evitar ser icrédula y me siento traicionada, pues al final el objetivo de la guerra será adquirir más control político y geográfico, mientras las niñas y las mujeres bajo la Ley Sharia son abusadas y vendidas como ganado.

Un candidato presidencial puso un video el fin de semana y me aclaró la naturaleza del radicalismo Islámico. Según él, los jihadistas no nos odian porque tenemos armamento y tropas en el Oriente Medio. Ellos nos repudian porque las niñas pueder ir a la escuela y porque las mujeres podemos conducir un carro. Detestan nuestra libertad de expresión y de religión, y no pueden entender el significado de la tolerancia.

Creo en Dios y sé que debo perdonar a mi enemigo. Pero, si mi enemigo no me considera igual a él, entonces, ¿Para qué lo perdono?

Gracias por leer y compartir.

Xiomara Spadafora

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