¡Pavito, Pavito!

Aunque he tratado arduamente de asimilarme a la cultura Estadounidense–todavía no me gusta el fútbol americano y detesto la comida BBQ–finalmente la llegada de mi hijo al mundo hizo que me crecieran, por este país, raíces tan profundas como las de un roble.

Desde ese momento, las tradiciones familiares que mi esposo, mi hijo y mis perros hemos construído, son los planos de mi identidad.

Sin embargo, debo confesar que por muchos años no me gustaba celebrar el Día de Acción de Gracias. Desde que llegué a EEUU en 2005, esta fiesta la consideraba «solo para gringos» pues no entendía su significado ni me nacía buscarlo en Google. Pero las cosas cambiaron y ahora empiezo a planear la celebración desde el mes anterior, por dos razones.

La primera, he aprendido al lado de mi hijo todas las tradiciones como si tuviera su edad pues yo no soy Made in USA. Juntos hemos aprendido el abecedario y las primeras rimas del equivalente americano de Rafael Pombo, Dr. Seuss. Hemos aprendido las rondas del colegio–las cuales ninguno se sabe bien todavía–y por supuesto, la importancia de la Acción de Gracias.

El año pasado, el primer recital de mi hijo me contagió del espíritu de esta fiesta nacional. ¿Cómo no me iba a enamorar después de ver a mi chiquitín disfrazado de indio Cara Pálida, con pluma en la cabeza y la cara pintada, y bailando al ritmo de los tambores como si estuviera oyendo un vallenato?

Es más, esta fecha es tan importante para él que no me perdonó que haya faltado a la celebración del colegio el viernes pasado. Aunque le expliqué que tenía que trabajar, me miro con cara de reclamo y me dijo: «¿Por qué no viniste como las otras mamás?«.

Ahora, la segunda razón es menos sentimental y simplemente satisface una necesidad fisiológica: El Pavito. Solo pensar en el cuero dorado a la perfección y la carne jugosa–gracias a la técnica que mi marido ha perfeccionado con los años–me hace babear como mis perros Rusty y Sasha.

También con los años, he perfeccionado las recetas de mi suegra, así que cuando mi esposo y sus hijos preguntan si voy a cocinar, me hace feliz. Pero más que la cena de Acción de Gracias, me encanta comer sanduches de pavo con cafecito por el resto del fin de semana, en pantalones stretch o leggins para evitar un accidente con un botón explosivo.

El Día de Acción de Gracias es una fiesta que distingue a los Estados Unidos del resto del mundo. Su historia no puede ser más relevante en estos momentos en los que la  libertad de religión está amenazada en numerosas partes del planeta.

Sin embargo, a pesar de su importancia, Acción de Gracias es un concurso de comer hasta estallarse. Tan pronto como el ave es puesta en la mesa, los comensales se transforman en gamines de la calle–que no han comido en días–y se embuten montañas de carnes y aderezos.

Durante dos horas, el flujo sanguíneo de millones de americanos tiene una sola meta: sus estómagos, para digerir las cantidadades exhorbitantes de proteínas, carbohidratos y azúcares.

Es más, si algún día quiere aprovecharse o «hacerle la vuelta» a un gringo, la fecha ideal es Acción de Gracias. Créanme, son pocas las neuronas que funcionan para tomar decisiones importantes. Si me lo pidieran, hasta les entrego la escritura de mi casa.

De cualquier manera, así celebre esta fecha solo para comer como un náufrago o para pasar tiempo con mi familia, siempre pienso en las cosas buenas y malas que ocurrieron durante el año. Le doy gracias a Dios por mis seres queridos, nuestra salud y nuestros triunfos, pequeños o grandes.

En 1621, los peregrinos que llegaron en el barco Mayflower a Massachusetts, celebraron con sus mentores indígenas los frutos de su perserverancia y la sobrevivencia a pesar de las inclemencias de una tierra desconocida. Huyendo de Inglaterra, estos peregrinos le dieron origen al popular Sueño Americano, sin saberlo.

Así que, nativa o inmigrante, yo digo ¡Pavito, pavito y Feliz Día de Acción de Gracias!

Gracias por leer y compartir.

Xiomara Spadafora

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