El viernes pasado, un pequeño duende de Navidad con ojos curiosos y dormilones, llegó a nuestra casa en la madrugada.
No sabemos exactamente por qué medio de transporte–eso sí, no fue Uber; lo que sí sabemos es que le gusta sentarse en lugares altos, calladito, mirando todo y a todos.
Tan pronto mi hijo lo vio, quedó encantado. Le dije que podía escogerle el nombre y primero le puso Esteban y luego lo cambió a Chipi–como el arroz con chipi chipi. Primero que todo debo decir que Chipi es un huésped increíble. Es prudente, no hay que entretenerlo, no hace desorden–hasta el momento–y no se ha devorado la comida de la nevera.
El mejor beneficio de la llegada de Chipi, es que me ayuda a controlar la frecuencia y duración de los conciertos de quejadera de mi hijo cada vez que se le desbarata la nave espacial que construye con los Legos o se le acaba el tiempo de ver videos en el iPad.
Tan pronto comienza a calentar su mini voz de tenor, le digo, «Recuerda quién te está mirando…» y así, como por arte de magia, la ópera concluye. Que diera yo porque Chipi se pudiera quedar todo el año con nosotros.
De todas las tradiciones de Navidad americanas, El Duende en el Estante (la traducción del inglés de The Elf on the Shelf ) es mi favorita. De hecho, es la primera vez que no cozco a uno de los duendes de Santa, y aunque soy yo la que lo está animando, la inocencia en los ojitos de mi hijo cuando lo mira, le da vida.
Después de ver durante un par de días los efectos correctivos que Chipi tiene sobre el comportamiento de mi hijo, decidí sacarle provecho y le añadí una tarea a su descripción de cargo. Ahora es oficialmente mi Guachiman Personal durante estas fiestas. ¡Pobrecito, se va a dar golpes de pecho por haber escogido nuestra casa!
Durante esta Navidad quiero ser una mejor persona, no solo por mí, sino por mi familia. Por esta razón, prometí dejar de dar cantaleta… bueno, un poquito menos. A pesar der ser obsesiva-compulsiva por el orden, el lunes por la mañana miré a Chipi–quien estaba encima de la nevera–antes de empezar a quejarme por el reguero de moronas y mermelada en la mesón.
Su mirada dulce me decía en silencio, «¿Estás mamando gallo cierto? Esas moronas no se ven ni con microscopio. ¡A ver si le bajamos a la intensidad Doña!«
Más tarde, comprobé que el poder de Chipi sobre mí se extendía fuera de la casa. Iba manejando hacia la oficina cuando una camioneta de platón me cerró cual chofer de bus. Aceleré y cuando lo pasé estaba lista para hacerle pistola, pero la imagen de la tierna carita del duende se me vino a la mente y me dijo, «¿Acaso no acabaste de cerrar a una viejita en la autopista porque iba muy despacio?» Y ni hablar de cada vez que me meto una galleta o un chocolate a la boca. ¡Me mira peor que mi mamá!
Hasta el momento, todo va muy bien con Chipi. Él encuentra la manera de saltar de mueble en mueble sorprendiendo a mi hijo cada mañana. Lo tiene como en el ejército; atendiendo órdenes lo mejor que puede para que no lo sapee con Papá Noel. Yo en cambio, ya estoy mamada de él. Nunca me imaginé que ver la Navidad a través de los ojos de mi hijo fuera tan difícil.
Como mamá, me la paso diciéndole a mi pollito que se porte bien, que escuche, que se lave las manos, y que se apure, todo bajo la amenaza de que no van a llegar los regalos. Ahora entiendo cuanto anhela destapar sus juguetes nuevos que está dispuesto a aguantarse al sapo del duende.
Aunque estoy que lo echo de la casa como si fuera un inquilino moroso, es Navidad y el sacrificio de ser una mejor mamá y darle un buen ejemplo a mi hijo vale la pena el esfuerzo. Eso sí, espero encontrarme un diamantico bajo el árbol el Día de Pascuas, o de lo contrario, ¡Don Chipi y toda su pandilla se pueden ir para el Polo Norte de por vida!
Gracias por leer y compartir.
Xiomara Spadafora